(...) En algunos momentos produce vértigo acordarse
de las personas dejadas por el camino.
No digo amistades peligrosas, pero si amistades que
terminaron en indiferencia o enemistades abiertas. ¿Quién llegado ya a cierta
edad no puede decir que ha pasado por eso?. Muy interesante artículo del
escritor Javier Marías sobre las amistades en el país de las envidias, para la
reflexión:
LAS AMISTADES DESAPARECIDAS
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La otra
noche me forcé a llamar a una vieja amiga (lo es desde hace cuarenta y tantos
años), para por lo menos hablar con ella, ya que en los últimos tiempos nos
vemos poco. Poco, pero todavía nos vamos viendo, lo cual ya es mucho, pensé, en
comparación con lo que me sucede con decenas de amistades, o les sucede a ellas
conmigo. Me temo que nos ocurre a todos, y en algunos momentos produce vértigo
acordarse de las personas dejadas por el camino, o –insisto– que nos han dejado
a nosotros orillados, colgados o en la cuneta. A veces uno sabe por qué. Las
peleas, las decepciones, las ingratitudes, son algo de lo que nadie se libra a
lo largo de una vida de cierta duración, pongamos de cuatro décadas o más. Casi
nada hiere tanto como sentirse traicionado por un amigo, y entonces la amistad
suele verse sustituida por abierta enemistad. Uno puede no ir contra él, no
atacarlo, no buscar perjudicarlo en atención al antiguo afecto, por una especie
de lealtad hacia el pasado común, hacia lo que hubo y ya no hay. Lo que es casi
imposible es que no lo borre de su existencia. Uno cancela todo contacto, pasa
a hacer caso omiso de él, lo evita, y cabe que, si se lo cruza por la calle,
mire hacia otro lado, finja no verlo y ni siquiera lo salude con el saludo más
perezoso, un gesto de la cabeza.
Uno sabe a veces por qué. Curiosamente, las cuestiones
políticas son, en España, frecuente motivo de ruptura o alejamiento. Si dos
amigos divergen en exceso en sus posturas, es fácil que acaben reñidos sin que
se haya dado entre ellos nada personal. Cabe la posibilidad de no sacar esos
temas, pero es una alternativa siempre forzada: en el intercambio de
impresiones se crea un hueco incómodo y que tiende a ocupar cada vez más
espacio, hasta que lo ocupa todo y no hay forma de rodearlo, ni de disimular.
Se charla un poco de fútbol, de la familia, del trabajo, pero la conversación
se hace embarazosa, ortopédica, sobre ella planea el independentismo vehemente
que uno de los dos ha abrazado, o su entrega a la secta llamada Podemos, o su
conversión al PP, por ejemplo. Cosas que el otro no puede entender ni soportar.
Hay ocasiones más sorprendentes en las que uno también sabe por qué: porque
presenció una mala época del amigo, que éste ya dejó atrás; porque le prestó o
dio dinero, o lo vio en momentos de extrema debilidad. Hay quienes, lejos de
tenerle agradecimiento, no perdonan a otro el haberse portado bien, o el
haberles sacado las castañas del fuego. Cuando echamos una mano, del tipo que
sea, en realidad nunca sabemos si estamos creándonos un amigo o un enemigo para
el resto de la vida, y eso es particularmente arriesgado hoy en día, cuando hay
tanta gente necesitada de manos para sobrevivir. Por propia experiencia, cada
vez que echo una, me pregunto si recibiré gratitud por ella o una inquina invencible
e irracional, un desmedido rencor. Supongo que el mero hecho de pedir ayuda
–más aún de recibirla– representa para algunos individuos una humillación
intolerable que harán pagar precisamente al que se la presta. Al que estuvo en
condición de ofrecérsela y por lo tanto en una posición de superioridad. Aunque
éste no la subraye en modo alguno, aunque dé todas las facilidades y reste
importancia a su generosidad, hay personas que nunca perdonarán al testigo de
su penuria, de su desmoronamiento o de su decadencia temporal. De su fragilidad.
Otras
veces alguien se aparta porque al otro le va demasiado bien y es un
recordatorio de lo que no tenemos. O porque le va demasiado mal y es un
recordatorio de lo que a cualquiera nos puede aguardar. En España hay que
andarse con pies de plomo a la hora de mostrar los logros y los fracasos, la
alegría y la desdicha. Un exceso de lo uno o lo otro es siempre un peligro, se
corre el riesgo de quedarse solo y abandonado. Creo que era Mihura quien decía
que un escritor afortunado debía hacer correr el bulo de que estaba gravemente
enfermo, para permitir que se lo mirase con piedad y rebajar el resentimiento
por sus éxitos: “Ya, pero se va a morir”, es un consuelo que atempera la
envidia.
Pero demasiadas veces no sabemos por
qué se desvanece una amistad. Por qué las cenas semanales, o incluso la llamada
diaria, se han quedado en nada, quiero decir en ninguna cena ni una sola
llamada. Sí, aparecen nuevos amigos que desplazan a los antiguos; sí, nos
cansamos o nos desinteresamos por alguien o ese alguien por nosotros; sí, un
ser querido se torna iracundo, o lánguido y perpetuamente quejoso, o exige
invariablemente sin aportar nunca nada, o sólo habla de sus obsesiones sin el
menor interés por el otro. De pronto nos da pereza verlo, nada más. No ha
habido riña ni roce, ofensa ni decepción. Poco a poco desaparece de nuestra
cotidianidad, o él nos hace desaparecer de la suya. Y falta de tiempo, claro
está, el aplazamiento infinito. Esos son los casos más misteriosos de todos. Quizá
los que menos duelen, pero también los que de repente, una noche nostálgica,
nos causan mayor incomprensión y mayor perplejidad.
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